El consumo de sustancias alteradoras de la conciencia es casi consustancial al ser humano, fuese para explorar allendes o para entrar en comunión con la divinidad, como ofrenda para propiciar su siempre caprichosa voluntad o como elemento de socialización, como signo de rango y jerarquía o para derribar -momentáneamente- barreras sociales, o por el puro y simple placer. Entre tales sustancias, el alcohol ha sido la más importante y su uso el más extendido. En el mundo antiguo, vino, cerveza e hidromiel se libaron y bebieron en abundancia. El vino era central en los banquetes de la élite griega, aquellos symposia en los que Sócrates desarrolló la mayéutica y Alcibíades planeó sus desafíos al orden establecido. El mismo líquido navegó en la bodega de los barcos fenicios que arribaron al lejano occidente, alimentado intercambios y prácticas de comensalidad que darían en nuevas sociedades como Tarteso. El vino acompañó las conquistas romanas, y los negotiatores muchas veces precedieron con sus miles de ánforas a las legiones. Vino se bebió en las conspiraciones e intrigas que se tejieron en las tabernas y domus romanas, y a una copita de vino diaria atribuía Livia su longevidad. Y el vino separó a los civilizados de los bárbaros, esos norteños bebedores de cerveza. El alcohol en la Antigüedad marcó las fiestas, pero también los funerales, se consumió en la vida diaria y también en las grandes ocasiones; encontramos sus posos merced a la arqueología y las fuentes escritas.