Asturica Augusta, fundada hacia el 14 a.C., contaba con una sociedad civil pudiente, capaz de residir en fastuosas casas y villas. Los nombres de algunos propietarios de estas residencias, así como de sus siervos, de seguro aparecieron en las lápidas funerarias de la necrópolis asturicense. Estos últimos documentos pétreos, los epitafios, revestían particular interés y nos habrían permitido reconstruir una parte histórica más íntima de la ciudad.
Desde el año 37 d.C., fecha en la que se desarrolla la primera de las obras teatrales que componen Nemo propheta in patria, bajo el título ¿Quo vadis? Poncio Pilato, hasta nuestros días, han debido acaecer muchas cosas que, escapando a la historia oficial, sería apasionante conocer y dejar consignadas de una vez por todas para ejemplo y lección de los tiempos. Sería, por consiguiente, maravilloso rescatar del olvido y traer al relato las azarosas vicisitudes humanas, unas de signo brillante, otras de postergación, que Poncio Pilato o la esclava griega Lyda (Syra, en la ficción) padecieron o disfrutaron en vida durante el breve lapso de tiempo que vivieron en Asturica Augusta. Semejante huella dejó durante tan largo tracto histórico la figura de Marcelo, el centurión romano de Castra Legionis.
Si, como afirmaba Cicerón «la primera ley del historiador es no atreverse a mentir; y la segunda, no tener miedo a decir la verdad», para un dramaturgo la única ley es, sin faltar al rigor histórico, poder fabular sobre los personajes de sus obras. De todos los que J.F. Chimeno propone para sus obras teatrales, cabe destacar no solo el anhelo que no es fruto de un sutil mundo vaporoso, sino el tenaz empeño por recomponer el esqueleto desvencijado (las mínimas referencias escritas que existen sobre los personajes) para revestirlos de carne e insuflarles vida propia. A eso se llama ingenio.