En 1876, un joven Robert Louis Stevenson y su amigo Walter Simpson se embarcaron en una expedición por los canales de Bélgica y del norte de Francia. El periplo, en dos balandros llamados Cigarette y Arethusa, se inició en Amberes el 25 de agosto y acabó en Pontoise, en las inmediaciones de París, a mediados de septiembre.
En una época en la que viajar por placer en un medio de transporte tan incómodo era algo inusitado, Stevenson y su amigo deciden emprender una travesía que resultará, desde el principio, a todas luces desastrosa: con frecuencia los tomarán por vendedores ambulantes y hasta por espías, les negarán el pan y el alojamiento y tendrán que sufrir las inclemencias del tiempo. Sólo el humor les ayudará a superar la adversidad.
Con una prosa directa a la par que divagadora, que lo mismo se entrega a la descripción de un paisaje que a analizar con humor las propias costumbres a la luz de las tradiciones de los lugareños, Stevenson traza el retrato de un tiempo y de un lugar cuando viajar estaba al alcance sólo de unos pocos, y, sin que apenas nos demos cuenta, deja caer reflexiones, ideas, apuntes que van calando en el ánimo del lector y que luego, a final, se revelan como lo que son: páginas llenas de vida y de gran literatura.
«Por mi parte, al deslizarme por esa vía móvil a bordo de la funda de violín que era mi balandro también empezaba a cansarme de mi océano. Al hombre civilizado tarde o temprano le sobreviene el deseo de la civilización. Estaba ya cansado de darle al remo, harto de vivir en las afueras de la vida; empecé a tener ganas de volver a la refriega, de ponerme a trabajar, de conocer a personas que entendieran mi lengua y me recibieran en términos de igualdad, que vieran en mí un hombre, no una simple curiosidad.»