Poco importa el lugar donde Yiyun Li ambienta sus relatos: tanto si nos encontramos en un restaurante barato de Chicago como en un mercado de un pueblo cerca de Mongolia o en las calles de Pekín, todos sus personajes reflejan el desconcierto de un pueblo que se enfrenta como mejor puede a las reglas de una nueva vida, donde las palabras del antiguo régimen ya no tienen valor y aun no se ha aprendido a usar maneras nuevas de vivir la vida. Al abrir el libro nos encontramos con la historia de un pobre hombre acostumbrado a ganarse la vida como sustituto de Mao en ciertas ceremonias, y que ahora sabe que su trabajo ya no tiene sentido. Si seguimos, veremos a una madre y una hija enfrentadas por un noviazgo que tendrá un destino atroz, o a un hombre joven que vuelve de Estados Unidos a China para venerar a su anciana madre, que se ha convertido al catolicismo y lo practica con el mismo fervor con que antes leía el Libro rojo, y finalmente acabaremos en un parque de una ciudad norteamericana, donde un anciano, que ha ido a visitar a su hija, entretiene su soledad hablando en chino con una vieja mujer persa, que no entiende su idioma pero sabe sonreír. Con una prosa sobria, reticente incluso, esta nueva autora ha encontrado modos insólitos de expresar algo tan manido como el vacío que todo ser humano siente cuando de pronto el ayer ya no sirve de referencia y el mañana nos encuentra cansados y poco dispuestos a creer en grandes ideales. Lo que queda, y no es poco, son los buenos deseos, los pequeños amores, los objetos diminutos que tapizan nuestro presente y nos consuelan de tanto trajín..