Hubo un tiempo nada lejano, en España y en otros sitios aproximados, en el que los hombres se sentían exigidos por su virilidad. Los amigos se hacían en los patios de los colegios a fuerza de puñetazos, y los chavales exhibían con orgullo las cicatrices. Un tiempo en que se veneraba a los padres, a los maestros, y a los mayores. Por entonces el ejército era un lugar mítico, como las Montañas de la Luna antes de la llegada de Stanley. Era una de esas cosas que contaban los adultos en voz baja, para que los niños, que siempre escuchaban, no las oyesen...